María Concepción Amaya y Felipe Iraheta son salvadoreños que
formaron familia en Costa Rica. Primero se instalaron en Finca San Juan, en
Pavas, pero en 1999 los desalojaron.
Fue una noticia terrible, afirmaron. Pero, en parte, era una
oportunidad para empezar desde cero y darle a su hijo, Eduardo, de 5 años en
aquel entonces, una nueva vida.
El único sitio para levantarse de nuevo era en La Carpio, en
San José, y para allí se fueron hace ya 16 años.
“Quizás no era el mejor sitio, pero no tenemos plata. Pensamos
que no tomaría un mal camino”, dijo Amaya.
Influencias. Eduardo, quien ahora tiene 21 años, llegó
siendo niño a esa comunidad. De su infancia recuerda que solo jugaba y
estudiaba.
Conforme iba creciendo, la idea de corretear con los amigos
se hacía menos atractiva. Cuando llegó a los 12 años y entró al colegio, lo
primordial era alcanzar ese nivel de popularidad al que muchos otros también
aspiraban.
“Le entra a uno esas ganas de querer sobresalir y no le
importa nada más”, expresó.
Pero no fue hasta los 15 años que, con un cigarrillo en
mano, logró llamar la atención de todos. En ese momento, estaba en noveno año y
ya los estudios no eran una prioridad para él.
“Era el chico malo que fumaba. Las chiquillas comenzaron a
hablarme. Eso sin darme cuenta de que las drogas son cinco minutos de gloria y
muchos años de infierno”, recordó.
Cuando ya se fumaba cajas de cigarros al día, la ansiedad
por probar cosas nuevas y la influencia de sus “nuevos amigos” lo llevaron a
probar la marihuana. Después, vino la cocaína.
El costo por consumir drogas era alto, a pesar de que se las
compraba a su hermano, afirmó. Como mínimo, debía gastar ¢1.000 al día por una
pajilla de cocaína, y el dinero que tenía se esfumó.
“La desesperación que me entró fue demasiada. Más con la
cocaína. Tenía que buscar la manera de tener plata y ahí cogí el peor camino”.
‘Deme todo’. La billetera estaba vacía y su cuerpo
ansioso. Los amigos que lo indujeron a probar las drogas, le seguían ofreciendo
un “mundo mejor”.
“Tenemos que asaltar”, fue lo que, al parecer, un compañero
de colegio le propuso.
Así lo hizo. A escasos metros del centro educativo y en
compañía de su amigo que cargaba una pistola, atacaba a cualquier transeúnte
para robarle lo que fuera. “Yo nunca disparé; a mí no me gustan las armas; solo
decía: ‘Dénmelo todo’”, aclaró.
Otras veces, asaltaban en La Carpio a quien vieran que
“vestía bien”. De hecho, recuerda, que un día, un muchacho caminaba por esa
comunidad con una gorra que le gustó mucho.
“Yo lo vi y de una me le fui encima con otros compas .
Le pedimos la gorra y no nos la quiso soltar, entonces empezamos a pegarle. Eso
fue como una especie de desquite porque no nos quiso entregar nada. Y así,
tengo un montón de anécdotas más”, expresó.
Meses después de que empezó a consumir drogas, se salió del
colegio. Pasó seis meses sin trabajar ni estudiar. “Lo único que quería era
meterme cosas, verme rudo ante los demás, que me reconocieran”.
Cumplió 16 años y encontró trabajo como bodeguero en una
empresa en El Coyol, de Alajuela. Para poder “sobrevivir” a las jornadas
laborales, se drogaba. “Y la pasaba de maravilla”, agregó.
El salario lo ayudaba a aportar dinero a la casa y también a
mantener el vicio, el cual mantuvo oculto de sus papás hasta el día de esta
entrevista.
Hombre nuevo. Eduardo se describe como una persona que
no quiere verse mal físicamente.
Esa forma de ser es la que, cree, lo ayudó a no continuar
con lo que él llama el ciclo de la droga.
“Primero es el cigarrillo, luego la mota, luego la cocaína,
luego la piedra. Y así se va. Siempre he visto que los piedreros andan buscando
cosas hasta en la basura y eso me detuvo”, explicó.
Desde hace tres años y, gracias a que se incorporó al
proyecto La Eskina, Eduardo dice estar sobrio y libre. Su pasado de drogas es
eso: pasado. Su presente es trabajo, estudios, unos papás orgullosos de él y
una relación sentimental. Todo, en La Carpio.
Las Drogasinfo
Centro terapéutico Valle del Tiétar
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